Perú : el Dorado Gastronómico



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En el mundo hay dos tipos de personas –Aquí puedes estar o no de acuerdo conmigo– Los que comen para vivir y los que viven para comer. Yo soy de los segundos, y no somos pocos. Somos una especie de hermandad secreta, nos reconocemos en bares, restorantes, quioscos de calle. Frente a un buen plato de comida nuestros gestos nos delatan y con una mirada sabemos lo que el otro está pensando. Entendemos en nuestros pares la alegría que produce el saborear y compartir el alimento, porque no lo hacemos para llenar el estómago sino el alma. Sí, así nomás, aunque suene cursi.

Muchos de nosotros viajamos con el único fin de descubrir otras culturas a través de su cocina. Quizá es porque los mercados son un fiel reflejo de sus gentes y, porque de una u otra forma, sus platos son una especie de museo antropológico vivo, latente. Yo viajo para comer.



Recuerdo que hace algún tiempo, viajeros amigos llegaban a casa con noticias de suculencias y festines en el norte (Vivo en Santiago de Chile, así que casi todo el mundo vendría siendo el Norte) Hablaban como si, aquello que describían, fuese la Ciudad del Dorado. Tesoros vueltos comida. Era tanto el empeño y la alegría en sus relatos, que mi parte más escéptica se negaba a creer. ¿Así que todos hablan del Perú como la capital gastronómica de América del sur? Pffff. Manga de impresionables –Pensé .

¿Rebeldía adolescente?… ¿Tozudez heredada de mi padre?… ¿envidia?. No lo sé a ciencia cierta, simplemente pensaba que debía ser exageración de aventureros culinarios dispuestos a ornamentar anécdotas con tal de ser ellos los primeros, los descubridores de un paraíso.

Al poco tiempo, como película gringa en que se sabe lo que viene, me invitaron a Lima por unos días. Como era de esperarse empecé a recibir correos con recomendaciones, consejos, sitios infaltables y presagios de epifanías culinarias. Era la oportunidad perfecta para probar al mundo (en realidad a mis amigos profetas culinarios) que la cosa no era tan así. Que la comida peruana debía ser buena, pero nunca tanto como para escribirle odas y poemas. Que estaba bien, pero no era la gloria. Ya iban a ver, ya llegaría yo con mi objetiva y desprejuiciada visión.



Llegué a Lima (Que ya se sentía familiar por las horas de Chabuca que llevo en el cuerpo) y partí, sin dejar maletas en el hotel, a probar una muestra de lo prometido. Me senté por ahí y pedí con incredulidad. Llegó el primer plato y probé la primera cucharada de ese pulpo, Crujiente por fuera y tierno por dentro. Aliñado con un poquito de mar y otro tanto de montaña. Luego, con el paso de los días y más confianza, empezaron a llegar las siguientes delicias. El Glorioso y clásico ceviche (propongo probar la leche de tigre aparte) , chanchito al cilindro, ají de gallina, rocoto relleno, lomo saltado, pachamanca, los gloriosos chifas repartidos por la ciudad y especialmente los del barrio Capón, donde algunos de los platos, como la sopa de pichón, son sólo para valientes, pero si uno se lanza, llega al cielo. Las papas a a la huancaína, la causa en todas sus variedades, los chupes y sancochados. Si sigo me muero de hambre ahora mismo.

Después de esos días en Perú me dije a mí mismo: ¡Maldición!… todos tenían razón, esta es la Ciudad del Dorado.



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